ISSN 2007-7343
Facultad de Psicología
Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo
Copyright © 2025 UARICHA
UARICHA Revista de Psicología, 2025, 23, 1-15
Recibido: 17 de julio de 2024. Aceptado: 12 de mayo de 2025.
Correspondencia: Ivonne Sierra Ortiz, Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Calle de Los Talleres no. 186, col. Valle Dorado, C.P. 78399 San
Luis Potosí, San Luis Potosí, México. Correo electrónico: Ivonne_so@hotmail.com
1
Between the classificatory frenzy and the listening to subjective events: Divergences
between psy disciplines and analytical clinical practice
Ivonne Sierra Ortiz 1 ORCID: https://orcid.org/0000-0002-7252-7720
Emma Lourdes Cerecer Ortiz 1 ORCID: https://orcid.org/0009-0008-9106-9340
1 Universidad Autónoma de San Luis Potosí
Las disciplinas psi son herederas de los tratamientos
morales llevados a cabo durante el siglo XIX. Dicho
legado se ha infiltrado tanto en su praxis como en la
reflexión que de ella hacen, delineando un proceder
metodológico particular, que suele atender más a lo
que discursivamente demandan las instituciones
imperantes de la época que a lo suscitado en el orden
psíquico, lo cual tiene como correlato la emergencia y
proliferación de terapéuticas sin sujeto que toman
como eje central de su práctica al diagnóstico, dejando
por fuera aquello que nos hace humanos: el acontecer
subjetivo. La apremiante insistencia por normativizar la
vida interior en favor de la rápida (re)inserción al mundo
de la productividad se ha consolidado como un
imperativo que exige crear dispositivos que enaltezcan
la técnica, desestimando las reflexiones e
interpelaciones que emergen en el encuentro con la
singularidad. De aquí que, el objetivo del presente
artículo consiste en destejer algunos de los
posicionamientos clínicos tanto de la psicología como
del psicoanálisis para analizar, desde una posición
crítica, los fundamentos, los discursos y las relaciones
de poder que preceden y sostienen la praxis de ambas
disciplinas.
Palabras clave: Subjetividad, psicoanálisis, disciplinas
psi, metodología.
The psy disciplines are inheritors of the moral
treatments conducted during the 19th century, that
legacy has infiltrated their praxis and their reflection on
it, delineating a particular methodological procedure,
which tends to pay more attention to what discursively
demand the prevailing institutions rather than what is
aroused in the psychic order, which correlates with the
emergence and proliferation of therapies without
subject that take the diagnosis as the central axis of their
practice, leaving out what makes us human: the
subjective field. The pressing insistence on
standardizing inner life in favor of the rapid
(re)integration into the word of productivity has been
consolidated as an imperative that demands to create
devices that enhance technique, dismissing the
reflections and questions that emerge in the encounter
with singularity. Hence, the objective of this article is to
analyze some of the clinical positions of both
psychology and psychoanalysis in order to analyze, from
a critical position, the foundations, discourses and
power relations that precede and sustain the praxis of
both disciplines.
Keywords: Subjectivity, psychoanalysis, psy disciplines,
methodology.
Sierra Ortiz & Cerecer Ortiz Las disciplinas psi y la clínica analítica
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Introducción
La metodología es el soporte técnico y conceptual que guía el estudio de los fenómenos en
cualquier trabajo investigativo, ya que orienta el camino para la aproximación, la reflexión y la
escritura de los hallazgos a través de su epistemología. Dicha orientación ocurre en dos
direcciones. Por una parte, la metodología le ofrece al proceso de investigación un arsenal de
herramientas prácticas y lógicas que permiten echar a andar los proyectos y dar cuerpo a lo que
se descubre. Por otro lado, construye para el investigador una posición teórica que le permite
observar y teorizar su objeto de estudio. Así, la mirada y la escucha que se dirige a determinado
fenómeno se analiza desde un marco epistémico específico, incluso cuando es necesario acudir
a otros saberes para ampliar la reflexión. El despliegue de la díada metodológica permite
hacerles frente a las preguntas emergentes, al tiempo que va delineando una posición crítica
acerca de las estrategias utilizadas, de manera que sea posible reajustar las pautas
metodológicas en caso de que no sean las adecuadas para dar lectura al fenómeno en cuestión.
Las investigaciones que se enfocan en el estudio de lo humano no deberían ser la
excepción a este principio. No obstante, de la mano de Foucault sabemos que el encargo social
que precede la génesis de las terapéuticas que atienden al sufrimiento del otro, consiste en
normativizar la vida interior; práctica que se inauguró, en un primer momento, con los sujetos
que estaban asilados en espacios institucionales y posteriormente fue extendiéndose hacia
diversos recintos de lo social, ensanchando la intención normativa.
Dicho encargo social también se ha trasminado a gran parte de las investigaciones del
campo psi, sobre todo a aquellas disciplinas que buscan responder a la demanda de controlar
y/o erradicar el sufrimiento a través de cuadros nosológicos y tratamientos que permiten
mantener una vida productiva que coincide con el interés del discurso de la época. Las que
destacan en este conglomerado son: la psiquiatría clásica, la psicología cognitiva y/o conductual
y el amplio bagaje de psicoterapias breves, ya que dichos abordajes no ofrecen un armado de
ficción subjetiva ni poseen tejido epistémico alguno que argumente su proceder. A ellas nos
referiremos cada vez que mencionemos a las “disciplinas psi”, haciendo alusión a que más que
un campo de saber, lo que consolidan es una puesta en práctica de diversos dispositivos cuya
finalidad es disciplinar la vida.
Cabe comentar que, si bien Michel Foucault sigue siendo clave para entender cómo las
disciplinas psi operan en términos de control y normalización de los cuerpos y las mentes, sus
postulados han sido enriquecidos por autores contemporáneos como Brown (2015) y Agamben
(2018), quienes han ampliado su crítica a la Biopolítica. Brown, en su libro Undoing the Demos
(2015), discute cómo las disciplinas sociales y las políticas contemporáneas han transformado a
los ciudadanos en “Gestores” de sí mismos, sometidos a una lógica de productividad incesante
que las disciplinas psi toman por encargo, ocupándose de vigilar perenemente al sujeto para
que nunca salga de dicha lógica. El excesivo uso de diagnósticos ensalza la búsqueda por la
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normalización, convirtiéndose en un medio para controlar las vidas humanas dentro del
capitalismo neoliberal.
Por su parte, Agamben, en El tiempo que resta (2018), también aborda cómo la lógica de
control se ha infiltrado en las ciencias humanas, incluidas las disciplinas psi, despojando a la
subjetividad de su autenticidad y reduciéndola a simples objetos de gestión. Esta crítica se
extiende a los procesos terapéuticos que buscan no la cura de la persona como un sujeto
singular, sino la adaptación a las normativas sociales y económicas dominantes. Así pues, la
demanda de las disciplinas psi por normativizar la vida subjetiva ha delineado procederes
terapéuticos y lecturas clínicas de los fenómenos que apelan más por cumplir con los
requerimientos de la lógica discursiva dominante, la cual exige la erradicación expedita del
malestar en pro de la producción del capital, que por la búsqueda de una congruencia
epistemológica inserta en su proceder clínico. Esto ha propiciado una efervescencia perene de
terapéuticas que dejan fuera al sujeto y cuyo sustento teórico suele ser endeble, pues “Las
terapias contemporáneas, en su afán por ofrecer soluciones rápidas y eficaces, a menudo
terminan por homogeneizar el sufrimiento humano, tratándolo como un problema a resolver
en lugar de una experiencia a comprender” (Zournazi & Butler, 2021, p. 88). Así pues, en lugar
de habilitar espacios para la elaboración del malestar, estos enfoques tienden a presionar al
sujeto para su reintegración rápida dentro del orden establecido, sin tomar en cuenta que al
despojarlo de su síntoma con tal prontitud ejercen una violencia de tintes traumáticos.
Curiosamente, la mayoría de dichos procederes se erigen como los que poseen el único
método fidedigno para emitir un saber, alimentando con ello una lucha narcisista que ha
entorpecido la generación de conocimiento en torno a la vida subjetiva, ya que el esfuerzo por
defender la propia bandera metodológica ha dejado en segundo término la reflexión sobre
aquellos malestares que atraviesan la condición humana. Por ello, resulta importante analizar
el posicionamiento clínico que las terapéuticas sin sujeto delinean ante el sufrimiento del otro,
de manera que sea posible entrever bajo qué ejes se orienta su práctica, las dinámicas de poder
implicadas y las interrogantes que nacen del método.
No olvidemos que la escucha analítica nació gracias a la negativa de las histéricas a ser
nombradas, diagnosticadas y controladas por el discurso médico. Es decir, ahí en donde el saber
hegemónico buscaba normativizar su subjetividad, la resistencia de las célebres simuladoras a
dejarse domeñar obligó a ponerle pausa al dispositivo terapéutico imperante para sentarse a
escucharlas. Así nació la Talking cure (Freud, 2012/1893-95), un método que inicialmente recibió
fuertes críticas pues desentonaba con la metodología dominante y parecía colocar al médico en
una posición menos respetable. El joven Freud tuvo que pagar con el lugar de poder-saber que
estaba conquistando dentro del campo médico para seguirle la pista al gesto rebelde de la
histeria, hecho que marcó el inicio de la teoría psicoanalítica.
El camino que se abrió gracias a la ferocidad de la queja histérica ha sido el parteaguas
para que otras formas subjetivas puedan ser escuchadas sin quedar coaguladas en la
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clasificación diagnóstica y, por consecuencia, para que puedan ser atendidas en la lógica de su
singularidad. Esta apertura clínica ha permitido el surgimiento de abordajes que inicialmente
parecían irrealizables, como el diseño de acompañamientos terapéuticos que encauzan el
trabajo del delirio para que funja como un puente de lazo social y aquellos que consiguen ganar
terreno al encierro autista. Procederes metodológicos que han sido impulsados por el interés
de darle lugar al tejido subjetivo dentro de la configuración del malestar sin caer en la trampa
de someterlo al anonimato de la deficiencia genética o social. Pero, para que ello pudiera ser
posible, fue necesario salirse del entramado de certezas que amenazaban con coagular la
escucha y orientarse por una rigurosa reflexión en torno a la teoría y a la metodología clínica.
Por consecuencia, resulta imperante reflexionar acerca de la lógica discursiva que antecede y
que aún acompaña a gran parte de las disciplinas psi, ya que identificar las demandas
normativas, económicas y sociales que motivaron el diseño de sus abordajes metodológicos
permite tomar una posición crítica frente a su quehacer.
De la deficiencia del gen al desvío moral: El nacimiento de las disciplinas psi en el
mundo de la medicina
El esfuerzo de las disciplinas psi por clasificar al sujeto ha empujado a las apuestas terapéuticas
hacia un espacio administrativo que se pierde la posibilidad de aventurarse a encuentros con el
otro, con lo otro y con lo desconocido. Esto ha entorpecido la apertura de espacios que
permiten la continua renovación de la clínica y la constante problematización de la teoría de la
que parten, siendo ambos puntos nutricios para cualquier saber que se interese en la
subjetividad. Dicho aplastamiento no ha sido accidental; se despliega de una praxis en la cual el
sujeto es tratado como el objeto crudo que sustenta su saber-hacer. Esta búsqueda se convierte
en un intento por fijar al sujeto en una superficie con motivo de observarlo y de estudiarlo para
enfatizar los márgenes de su consistencia y rastrear con ello la complejidad de su padecimiento.
Un malestar que, al ser observado a través de una lupa naturalista, es pensado desde la
incompetencia del gen, excluyendo con ello el lugar de la subjetividad.
Según el filósofo, Zourabichvili (2014) las ciencias humanas, en particular la psicología y
la psiquiatría, han transformado al ser humano en un objeto de estudio que debe ser
categorizado y diagnosticado según parámetros definidos por la ciencia, esta reducción de la
subjetividad a comportamientos observables y medibles niega la rica complejidad interna de los
sujetos al tratar el sufrimiento y a la subjetividad misma como elementos a resolver más que
como aspectos que requieren ser escuchados y comprendidos desde su propia especificidad.
Esta mirada enaltece el ornamento de las conductas y de la literalidad biológica. Además,
banaliza la relación que el sujeto tiene con el lenguaje al escucharlo únicamente a partir de
constructos técnicos que no son más que palabras vacías de contenido y carentes de afectos,
desalojadas de lo humano. Tal como lo planteaba Braunstein (2013):
La clasificación no solo creaba a los objetos sobre los que se aplicaba (locos y no locos, a
veces, medio locos o fronterizos) sino que, además, producía un lenguaje, un modo de
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pensamiento, un discurso y unas reglas semiológicas que, a su vez, engendraban y
clonaban los psiquiatras como agentes de aplicación del sistema propuesto (p. 24).
Frente a los discursos que se tejen en el sitio que aterriza esta mirada el sujeto queda
inmovilizado, expropiándose aún más de sí mismo, ya que la condición anónima y azarosa que
se le atribuye al síntoma impide la inscripción de un rostro subjetivo al malestar que lo aqueja.
Debido a esa paralización el sujeto queda sometido a un proceso desubjetivizante, que no se
detiene a la par del dispositivo metodológico empleado: se encarna a la vida y sus efectos
pueden seguir creciendo ilimitadamente.
La cosificación del otro a partir del lenguaje desde el cual es nombrado y escuchado
imposibilita, gracias al poder ejercido por la disciplina, la escucha de lo extranjero. Y con ello
conduce a la subjetividad a un sitio homologable a lo que Augé (1992) ha denominado como no
lugar. El autor propone que una de las características principales de nuestra sociedad consiste
en la predominancia de espacios pasajeros en los que no se crea ni identidad ni relación, sino
soledad y similitud que se experimentan como exceso o vaciamiento de la individualidad. Se
trata de lugares en los que no hay apertura a la historia, se viven únicamente en el tiempo del
presente. Esos recintos, que cada vez abarcan mayor territorio, se oponen a los espacios
simbolizados, hablados e históricos. Son lugares en los que la circulación de la palabra del sujeto
queda totalmente obturada.
La práctica de las disciplinas psi suele suministrar a los técnicos del alma con una
dotación descomunal de a prioris que los “preparan” para el encuentro con el paciente, de ahí
que desde un inicio se busque clasificar, sobre todo escópicamente, todo lo ocurrido durante la
consulta. La nula apertura para la emergencia de algún rasgo, afecto, mirada o palabra que no
se inscriba a lo pronunciado en los manuales actúa como una condena que asegura la
permanencia de aquello que se espera escuchar. Al emitirse un saber último y anticipado sobre
el padecer que aqueja al sujeto, no hay nada más qué decir: la reflexión, la problematización y
la circulación de preguntas queda clausurada. De tal forma que se anula la capacidad de
reflexionar en torno a lo inédito que acompaña a cada caso; podría considerarse que persiste
algo del terror a lo nuevo y al cambio dentro de los paradigmas establecidos dentro de las áreas
del saber que Freud (2012/1925[1924]) enunció en el texto titulado Las resistencias contra el
psicoanálisis.
El proceso aniquilante de la subjetividad que se activa a través de las disciplinas psi es
bien recibido por el imperio de la productividad que rodea y atraviesa a las instituciones
dedicadas a la atención de lo humano. Lógica que desencadena una serie de terapéuticas
inspiradas en la ausencia de sujeto, haciendo de dichos abordajes un espacio muy similar a un
no lugar. Pero, ¿por qué la psicología, llevando en su etimología el estudio del alma, ha cedido
una parte de su campo a las demandas desubjetivizantes de los discursos epocales que se
enfocan en el domeñamiento de la moralidad?
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Cabe comentar que estas problemáticas no son nuevas; parasitan el terreno de lo psi
desde que se acuñó el concepto de enfermedad mental (Foucault, 2015/1964). La investigación
histórica sobre la locura abrió un espacio de revisión crítica en torno a la íntima correspondencia
entre el poder y el saber que pululan alrededor de esa nosología clínica. Dichos estudios han
dibujado un camino fértil para las apuestas clínicas al echar luz sobre las transformaciones que
anteceden la invención de tal categoría.
Tanto en las investigaciones realizadas en Historia de la locura de la época clásica I
(2015/1964) como en las reflexiones derivadas de los seminarios que dictó en la cátedra Historia
de los sistemas de pensamiento que dirigió en el Colegio de Francia desde enero de 1971 hasta
junio de 1984, Foucault se dedicó a estudiar críticamente las lógicas de control del cuerpo y la
salud dentro de las instituciones, su obra El poder psiquiátrico (2005/1974) condensa los
desarrollos anteriores, por lo que es un referente imprescindible. Así pues, Foucault realizó
diversos análisis discursivos que le permitieron argumentar que hubo diferentes formas de
(no)entender y de (no)tratar a la locura: contextos institucionales enfocados en disciplinar a la
subjetividad para amoldarla a la ilusión de lo adaptable, de lo normal, de lo sano. Y, de esos
contextos, el más popular fue el asilo. Inicialmente su nacimiento tuvo una intención higienista,
pues buscaba darle un espacio de vivienda a los individuos errantes que habitaban en las calles.
La población que se conglomeró entre esas paredes fue de lo más diversa ya que aún no existían
categorías fijas que los separara. Por ello, esa fue una de las primeras tareas que emprendieron
vía la observación.
Una de las conclusiones que promovió dicho proceso clasificatorio fue el nacimiento de
la psiquiatría. El filósofo argumenta que fue en 1793, en el asilo Bicêtre, a través de un gesto de
Philipe Pinel, quien ejercía como jefe médico de dicha institución, lo que inauguró a la psiquiatría
como disciplina creada para restablecer la normalidad mental. Ese gesto diferenció a la locura
de las otras patologías conglomeradas en el hospital y de las otras subjetividades aisladas de la
vida civil. De acuerdo con Bercherie (1986/1980), tras realizar diversas autopsias e
investigaciones quirúrgicas Pinel rechazó tajantemente la idea de que la locura estuviera
vinculada a un daño material en el cerebro, ya que no encontró evidencia palpable que
sustentara que la sintomatología que se manifestaba tuviera un fundamento biológico.
Si bien con ello Pinel separó a la locura del encierro generalizado del asilo, la llevó a otro
callejón sin salida, a otra forma de encierro, la convirtió en el objeto de estudio de una práctica
médica nacida para curar un malestar no localizable en algún órgano enfermo. De esta forma,
se ubicó a la locura como una formación patológica del ser: el sujeto, y su historia moral,
tomaron el lugar que en la medicina suele tener el órgano que hay que someter a tratamiento.
Y, de acuerdo con lo que propone Bercherie, esa posición que inauguró Pinel tuvo un par de
consecuencias: dotó a la “idea de la curabilidad de la locura de una base teórica: el cerebro no
está dañado, la mente solamente está alterada en su funcionamiento” (Bercherie,1986/1980, p.
23); por lo tanto, se determinó que era posible intervenir en ella. La apuesta que echó a andar
para dar solución y corrección a la alteración del funcionamiento mental ilocalizable fue llamada
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tratamiento moral, el cual engloba una diversidad de estrategias que consolidaron una nueva
forma de sometimiento, uno que ya no se dirigía solamente a lo corporal, sino que se enfocaba
particularmente en la dimensión anímica y moral.
Los contenidos de la mente dependen de las percepciones y de las sensaciones y
modificando éstas, se modifica, por intermedio, obviamente, de las pasiones, de la
afectividad, único motor humano, todo el estado mental. El medio ambiente del alienado
jugará entonces un papel capital en la cura. Es necesario aislarlo en una institución
especial, primero para retirarlo de sus percepciones habituales, de aquellas que han
engendrado la enfermedad o al menos acompañado su inicio; luego para poder controlar
completamente sus condiciones de vida. Allí será sometido a una disciplina severa y
paternal, en un mundo completamente regulado por la ley médica (Bercherie, 1986/1980,
p. 22).
Los tratamientos morales se convirtieron en la actividad central de la mayoría de los
asilos inaugurados a inicios del siglo XIX: “El asilo debe ser un centro de reeducación modelo y
‘panóptico’ en el que la sumisión es el primer paso hacia la cura” (Bercherie, 1986/1980, p. 23).
Dicho proceder, con fondo penitenciario, surgió con la finalidad de provocar un profundo
arrepentimiento en la vida moral del sujeto ante la figura del médico. Ha sido así como la
definición de lo sano ha estado permeada por aquello que el médico y la sociedad piensan que
representa la enfermedad: los pares contrapuestos salud-enfermedad designan lo moralmente
aceptado en un momento histórico específico, y desde una posición crítica en particular. Es
decir, la definición de lo sano y de lo patológico en el contexto de la enfermedad mental ha
estado determinada por discursividades epocales e ideológicas y no por criterios epistémicos.
En este sentido, el criterio moral del psiquiatra, que se circunscribe al discurso de la
psiquiatría clásica, genera una ruptura social al momento de emitir un diagnóstico, ya que se
posiciona desde un fragmento de la realidad de la sociedad, que pocas veces es el mismo desde
el cual habla la locura a la que diagnostica. En su juicio se hacen presentes la posición histórica,
ideológica, económica, discursiva, política y cultural que lo sostienen e influyen en el dictamen
que realiza. Cabe comentar que ha sido muy reciente el nacimiento de una rama de la psiquiatría
que se enfoca en los estudios comunitarios y sociales, la cual se ha propuesto romper con los
antiguos estigmas en torno a la locura y al padecimiento subjetivo; en esa apuesta, el diagnóstico
no coagula la posibilidad de abrir la escucha al sufrimiento.
A pesar de que el discurso psiquiátrico nació en el territorio del saber médico, su
despliegue lo colocó en una zona más comandada por el poder disciplinario que en una
sostenida en la causa clínica. Aunque se nacionalizó en el régimen de la disciplina, mudó junto
a él algunas de las herramientas que construyen el saber de la medicina; una de ellas fue la
mirada, recurso prínceps en la edificación de la medicina como saber supremo. Este hecho dejó
de lado que tanto la investigación como el abordaje de los padecimientos anímicos no puede
ser el mismo a aquel que se estructura para los padecimientos físicos.
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“En el dominio entero de la medicina, las enfermedades no son objetos naturales que se
podrían encontrar en el mundo como se recogen hierbas en el campo. Son conceptos
abstractos derivados de la agrupación de signos y síntomas por medio de la actividad
cognoscitiva que los reúne en síndromes y acaba definiéndolos como “objetos teóricos” a ser
investigados. Su existencia, su materialidad, es “lenguajera”: solo existen en el espacio y el
tiempo clasificatorio (hemos visto que son históricas y dependen de declaraciones como, por
ejemplo, cuando la Asociación Psiquiátrica de Estados Unidos decidió [1973], por votación de los
psiquiatras, presionados por las organizaciones de gais, que la homosexualidad dejaba de ser
un trastorno)” (Braunstein, 2013, p. 28).
Esta mudanza no supo, o no pudo, producir una adecuación metodológica que
reconociera la diferencia entre la observación de un órgano enfermo (malestar palpable) a la de
una conducta divergente a la norma (malestar inherente al imaginario social). Esta continuidad
inalterable de la mirada del médico a la mirada del psiquiatra dio lugar a la creación de
dispositivos de control del cuerpo (Foucault, 2005/1974), los cuales operan bajo una distribución
total y absoluta del poder disciplinario en cada una de las personas que pertenecen a la
dinámica asilar. En ellos, la mirada vigilante del médico-psiquiatra se distribuye jerárquicamente
hacia todo el personal con la finalidad de observar ininterrumpidamente cualquier acción,
actividad y actitud llevada a cabo dentro de las instalaciones, de suerte que absolutamente nada
puede escapar de la mirada y del control del psiquiatra.
La lógica de la mirada y de la vigilancia omnipresente está vinculada a la invención del
panóptico de Bentham, el cual fue creado en 1791 como un modelo arquitectónico para
controlar el orden de los sujetos dentro de las instituciones. Su diseño se basa en una torre muy
alta dispuesta en una posición geográfica estratégica, de manera que sea posible observar todos
los puntos del lugar. Su verdadero efecto consiste en crear la sensación de ser
permanentemente observado, aun cuando no haya nadie custodiando del otro lado. Si bien en
un inicio el modelo panóptico fue parte del diseño espacial de los asilos, poco a poco dejó de
situarse exclusivamente en la arquitectura para pasar a encarnarse en quienes convivían con el
asilado, lo cual incluyó a los miembros de la familia, con lo que comenzaron a borrarse los límites
entre el interior y el exterior del territorio de vigilancia.
Esa mirada omnipresente fue ganando terreno hasta que logró salir totalmente del
complejo asilar: la mirada panóptica empezó a habitar en cada rincón de la sociedad. Y con ello,
el enfermo mental dejó de ubicarse exclusivamente en la institución asilar y se le comenzó a
perseguir en sus contextos educativos, comunitarios, familiares y amorosos. El panoptismo
generalizado se infiltró también en la esfera privada, atravesando todo lo concerniente a la
sexualidad. Su poder de expansión generó que paulatinamente se comenzara a patologizar la
vida, lo cual dio como resultado la diversificación de dispositivos de control del cuerpo, dirigidos
ahora a controlar el sexo, el comportamiento y el pensamiento.
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Entre la certeza y la plasticidad del diagnóstico: Divergencias entre las disciplinas psi
y el método analítico
Fue así como eventualmente el antecedente de los tratamientos morales logró parasitar los
espacios de formación dedicados al saber de lo psi que fueron emergiendo, siendo la psicología
uno de los principales campos de estudio afectados. Ese fondo histórico, que prioriza la
dinámica de poder y se olvida del discurso del método, provocó que aquella mirada panóptica
prevaleciera como una de las herramientas elementales del proceder metodológico, negando
que a través de ella se ensancha el poder de la psiquiatría como institución discursiva, lo cual
tiene efectos en la forma de pensar, de escuchar y de construir lo que acontece en un
tratamiento.
Una de las prácticas que hace evidente el exceso de panoptismo remite a la utilización
casi generalizada de las cámaras de Gesell por parte de los estudiantes del campo psi. Si bien
su uso se justifica aludiendo a la necesidad de supervisión del trabajo clínico de los legos,
parecería más bien que lo que anima su utilización es el interés por vigilar permanente al otro.
Efectos que atraviesan a todo aquel que está sometido a dicha mirada omnipresente que recae
tanto en el sujeto que habla como en el sujeto en formación. De esta forma se establece una
posición asimétrica de poder, ya que el asesor de la disciplina psi toma el lugar de intérprete de
lo sucedido en la entrevista/sesión y con ello coloca su saber como el único fidedigno y posible.
Tal imposición anula la reflexión del caso clínico imponiendo un modelo de obediencia
técnica. Fassin (2018), antropólogo y sociólogo, señala que la legitimidad de ciertos discursos
científicos suele ocultar las relaciones de poder que los sostienen, produciendo efectos de
verdad que excluyen otras formas de comprender lo humano.
Es así como, en el campo de las disciplinas psi la exposición del caso tiende a mostrar un
objeto bajo la ilusión de claridad, unidad y totalidad. Es decir, se busca homologar al sujeto a las
categorizaciones patológicas predefinidas, principalmente aquellas que se conglomeran en los
manuales diagnósticos creados por la institución psiquiátrica (Ballesteros, 2013). Una de las
razones por las que el discurso psicoanalítico se ha pronunciado en contra de ellos radica en
que la configuración subjetiva no puede ser estandarizada ni fijada en formas inalterables,
ajenas al transcurrir del tiempo. La subjetividad no es una trama natural que surge
independiente del contexto cultural, la época, la sociedad o los significantes que predominan
en el discurso imperante. Por el contrario: nace del choque de dichos elementos que al
insertarse en una historia de vida dan forma al mundo interno y crean posicionamientos
singulares en cada sujeto.
Para el saber psicoanalítico las reformulaciones técnicas del abordaje clínico van
comandadas por una reflexión constante sobre los elementos epistemológicos que dan cuerpo
a la praxis, para ello resulta imperante que el analista se mantenga receptivo a las
interpelaciones que cada caso le provoca sin arrinconarse en la comodidad del anonimato que
promueve la redacción del informe clínico, el cual suele concentrarse en la simple recopilación
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de datos que no permiten ni armar la narrativa sobre la dinámica psíquica del sujeto ni echar
luz acerca de la construcción sintomática.
Así, la investigación en psicoanálisis emerge a partir de una incógnita planteada por el
investigador desde su práctica clínica. La atención es dirigida a un aspecto particular del material
clínico que no necesariamente coincide con los cuestionamientos que el paciente se hace sobre
su propio padecer (Jardim & Rojas, 2010). El caso es un recorte que el investigador decide hacer
sobre un aspecto en específico.
En el texto Los casos más famosos de psicosis, Nasio (2000) critica el uso que se le da al
caso en el campo de la medicina contemporánea. Reflexiona su función y su construcción
dentro de la teoría y de la clínica psicoanalítica. El autor indica que:
Mientras en medicina la idea de un caso remite a un sujeto anónimo representativo de
una enfermedad, se dice, por ejemplo, “Un caso de listeriosis”, para nosotros, en cambio,
un caso expresa la singularidad misma del ser que sufre y de la palabra que nos dirige (p.
8).
El sujeto es nombrado en función de su padecimiento, el cual incluso reemplaza el
nombre propio. Este proceder tiene un efecto cosificante no sólo del malestar sentido sino
también del sujeto mismo, ubicado ahora en condición de objeto. Así, el síntoma deviene una
manifestación incómoda a erradicar. La disimetría de poder, disfrazada de saber, toma como
punto de partida y como eje de trayecto al diagnóstico, el cual funge como un dictamen emitido
por el profesionista; el cual, como ya comentábamos anteriormente, se convierte en una
sentencia inapelable, más permeada por los preceptos morales de quien lo enuncia, y por el
discurso en el que se sostiene, que por criterios epistemológicos que lo fundamenten (Foucault,
2005/1974).
En la práctica y la reflexión analítica no existe una correlación entre causa-efecto, entre
síntoma-diagnóstico, pues esto conllevaría ir en contra de la lógica del inconsciente. De ahí que,
tras el curso del tratamiento clínico es necesario orientarse a través de los rasgos estructurales
que den cuenta de elementos estables del funcionamiento psíquico, y no de los síntomas que
porta el sujeto, dichos rasgos anuncian una estrategia de deseo a diferencia de los síntomas
que son sumamente variables, por eso suelen generar confusiones diagnósticas (Dor, 2006).
Tal como lo argumenta Colina (2013) al hablar de las categorizaciones: la clínica, y el
trabajo que ella puede llegar a realizar, se sitúa antes y después de la clasificación, ya que
cuando “La clínica se confunde con la nosología imponemos un estigma bajo la mano de la
violencia del nombre y del sello de la enfermedad” (p. 116) y, por consecuencia, se clausura la
posibilidad de analizar los procesos que están de fondo en lo que el sujeto manifiesta.
Cabe señalar que, si bien en la práctica psicoanalítica el diagnóstico sirve como guía para
apuntalar el tratamiento, éste tiene un carácter móvil y constantemente es puesto en cuestión
a partir de las intervenciones del analista. El carácter plástico del diagnóstico descarta la
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necesidad de que sea comunicado al paciente, pues no tendría caso emitir un dictamen último
de la situación anímica del sujeto cuando este se encuentra en constante movimiento. Así, las
hipótesis le son reservadas únicamente al clínico y tienen como finalidad dirigir la cura. Una vez
concluido el caso, a posteriori, en el marco de la investigación clínica es posible plasmar vía la
escritura las impresiones diagnósticas que se fueron suscitando durante el trabajo analítico, las
cuales se desprenden de la palabra y de la subjetividad del psicoanalista que escucha y no
buscan ni trasponerse en generalizaciones ni equiparar al sujeto con el diagnóstico emitido. Su
alcance es más modesto, pues su problematización es tan sólo una lectura del clínico acerca de
la dinámica psíquica del paciente, la cual busca abonar una reflexión más al campo de la
investigación psicoanalítica.
Rehuir al exceso clasificatorio compele al clínico a continuar pensando en el malestar del
sujeto, a bosquejar las aristas que sostienen su condición sintomática, pues de lo contrario el
abuso clasificatorio convierte al acto de diagnosticar en “[…] un acto performativo en donde la
palabra hace a la cosa que nombra y hace al sujeto que lo recibe, transformándolo en otro
respecto al que era antes, a menudo estigmatizándolo(Braunstein, 2013, p. 50). Dentro del
discurso de las ciencias positivas muchas veces el diagnóstico opera como un señalamiento que
pretende borrar lo singular del malestar al homogeneizar sus manifestaciones. Este sendero
traza una vía terapéutica en la cual se purga de malestar a la dimensión subjetiva para aislar al
sujeto del sufrimiento y así trabajar con un síntoma que ha quedado en el anonimato.
El abuso clasificatorio tiene un efecto que también recae sobre el técnico del alma. La
performatividad del diagnóstico, y la cosificación del malestar del sujeto en la redacción del
informe sobre el caso, se convierte en un espacio sombrío que lo oculta; de su posicionamiento
y de las interpelaciones que los encuentros clínicos pudieran llegar a despertarle, no se alcanza
a escuchar palabra. El terapeuta se mantiene silenciado porque el espacio queda saturado con
los postulados de apariencia certera que fijan las formaciones del sufrimiento, lo cual lo hunde
en el anonimato pues en la redacción de dichos informes no importa ni su formación, ni sus
impresiones clínicas, sino el diagnóstico emitido y el pronóstico de su evolución.
La urgencia por eliminar la condición sufriente del sujeto impide que se brinde tiempo y
espacio para que el malestar atraviese un proceso de elaboración. Dicha postura omite que “El
sufrimiento es una sustancia que no se puede ni se deja clasificar” (Braunstein, 2013, p. 86). Esta
negativa ha tenido consecuencias subjetivas, ya que ha desencadenado una multiplicidad de
manifestaciones sintomáticas que cada vez están más distantes de la representación, dejando
al cuerpo como un lienzo crudo que muestra una condición mortífera y enloquecedora que va
en aumento en la época en curso. Por consecuencia, caer en la trampa del imperativo a
diagnosticar es una forma de inscribirse a la lógica desubjetivizante, ya que en ella el sujeto
queda atrapado y silenciado, de la lógica del saber del Otro.
La premura de las disciplinas psi por acallar el malestar subjetivo nos lleva a recordar la
travesía vivida por Manuel, que ahora lleva el nombre de Luana, y es la primera niña trans en el
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mundo en recibir un documento nacional de identidad en concordancia con la identidad que
auto percibió a los 4 años, lo cual ha generado una serie de debates entre los distintos saberes,
pues todo ocurrió durante los primeros 6 años de la niña. Nacida como varón, desde sus
primeros años de vida comenzó a vestirse con la ropa de su madre. Cuando aprendió a hablar
pidió que se refirieran a ella en femenino y escogió su nuevo nombre, Luana. La madre,
escritora, relata en su libro Yo nena, yo princesa. Luana, la niña que eligió su propio nombre
(Mansilla, 2014) todo el peregrinaje jurídico, psicológico y social que tuvieron que atravesar para
lograr el reconocimiento legal del pequeño niño que quería ser niña.
La psicoanalista Silvia Amigo (Comunicación personal, 14 de octubre, 2023) pone el
acento en lo peligroso que resulta confundir el deseo, desde una perspectiva psicoanalítica, con
las ganas. Manuel clamaba que quería ser una niña; pero ¿ese era su deseo? Ella sostiene que
al poner en marcha todo el aparato jurídico, la madre le negó a Luana el derecho a sentirse mal,
a tener angustia, síntomas, a la expresión de su neurosis infantil. Ante ello, la psicología hizo su
entrada con todo su arsenal técnico para neutralizar la condición sufriente.
Tomar la palabra del niño como una verdad absoluta e inamovible sobre el psiquismo
pone un freno al dinamismo inconsciente, a los reacomodos subjetivos que van aparejados
muchas veces de malestar. Así, para Luana lo que quizás en un inicio se movilizó por la buena
intención de brindar escucha a su palabra, terminó por sostener un decir certero, totalitario e
inapelable que no dio lugar a ser interpelado subjetivamente. El riesgo del gesto de esa buena
intención radica en que puede estar ocultando una urgencia moral de fondo, que muchas veces
es lo que atraviesa la praxis de las disciplinas psi.
No olvidemos que Lacan (1976/2006) sostenía que la verdad tiene estructura de ficción
(p. 819). Esta afirmación subraya que la verdad no es una correspondencia exacta con la
realidad, sino una construcción simbólica que organiza y da sentido a la vida anímica. Tomar
cualquier decir como un dato transparente del ser es una forma de obturar la pregunta y de
clausurar la transferencia, el respeto por la palabra del sujeto no implica validarla sin mediación,
sino sostenerla como vía hacia su elaboración.
En una línea similar, el psicoanalista Fernández (2025) enfatiza la importancia de una
escucha que priorice la singularidad del sujeto sobre la aplicación rígida de normas y protocolos,
argumenta que la producción de cuidado debe adaptarse al paciente y no al revés, promoviendo
el reconocimiento del sujeto de deseo y la construcción del lazo, alejándose de la visión técnica
de la salud que busca homogeneizar las experiencias subjetivas al tiempo que comanda todos
sus esfuerzos a erradicar los síntomas.
Es quizás en ese último punto en donde el psicoanálisis inscribe una diferencia
fundamental con el resto del campo psi. El tratamiento analítico no busca eliminar la condición
de sufrimiento, los síntomas, pues su existencia es la respuesta que ha tejido el sujeto frente a
los significantes del Otro, representan la muleta que le ha permitido transitar por la vida, lo cual
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no excluye que, tras el curso del análisis, estos puedan ser permutados por otros que generen
menos malestar.
En el caso de Luana, la formación sintomática fue obturada con el otorgamiento
precipitado del DNI que colocó certezas en donde comenzaban a emerger preguntas que
remitían directamente al ser. La urgencia por ponerle freno a su condición de sufriente remite
a una praxis generalizada de las disciplinas psi, las cuales perciben al malestar como una
configuración predefinida por factores familiares, sociales y biológicos, desestimando el
acontecer subjetivo de aquel que sufre. De ahí proviene la tendencia a considerar que el
malestar anida en el terreno de la enfermedad y debe ser diagnosticado para ser controlado.
Dicha predefinición del objeto hace de la metodología un camino para acercarse a un fenómeno
del cual ya se ha formulado un saber a priori.
Recordemos que Freud (2010/1912) llamaba prácticas sugestivas a aquellas terapéuticas
que buscaban la desaparición de los síntomas en un período breve, sostenía que la técnica de
la sugestión vista desde el psicoanálisis inhabilita al paciente para tramitar las resistencias más
profundas y no contribuye en nada al relevamiento de lo inconsciente, por lo que resulta
inobjetable que el analista la use a fin de conseguir resultados visibles en periodos más cortos.
El proceder analítico, por otra parte, exige al clínico lidiar con la angustia de no contar
con respuestas adelantadas sobre el padecer del Otro. Cada encuentro debe abrir la posibilidad
de toparse con la sorpresa, con la escucha de un elemento que no se esperaba, que no se
entiende y que escapa a cualquier intento clasificatorio, esto permite que lo escuchado adquiera
un carácter inédito tanto para la teoría como para la clínica.
Detrás del furor clasificatorio sostenido por las disciplinas psi se ubica un anhelo por
normativizar al sujeto, despojándolo de aquellos rasgos, miradas y restos que constituyen lo
más íntimo de su subjetividad. Este funesto ejercicio se muestra claramente en las ciencias del
hombre, las cuales presentan a un individuo disciplinado gracias a la función psi, la cual al
extenderse a otros sistemas disciplinarios someten a una misma norma cualquier manifestación
de lo singular. La búsqueda por la eliminación rápida de los síntomas, el cambio observable, la
reinserción expedita del sujeto a sus contextos próximos, son las metas que persiguen muchos
enfoques dentro de la psicología.
De ahí que no sea casual sino causal la calurosa aceptación de las terapéuticas que
trabajan a partir de objetivos y asignación de tareas que se evalúan a lo largo de un número
estipulado de sesiones, predeterminadas incluso antes de escuchar al sujeto; dicho proceder
parece remitir más a un curso escolar con el que se tiene que cumplir que a un análisis de la
condición sufriente del otro.
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Esas prácticas, muchas veces, atentan contra la subjetividad debido a que las estrategias
metodológicas que se echan a andar no sólo se definen sin considerar la singularidad del sujeto
que acude a consulta, sino que además carecen de un cuerpo epistemológico que dé sostén a
las intervenciones, lo cual hace gala de una flagrante asimetría de poder, pues pareciera que no
es necesario escuchar al otro para emitir un saber sobre su dinámica psíquica. Dichos esfuerzos
terapéuticos parecen responder más a las demandas de productividad impuestas por el
discurso del capital que al interés por analizar la vida interior del sujeto.
Ante el incremento de las prácticas desubjetivizantes es necesario construir nuevas
líneas teórico-metodológicas que permitan hacerle frente a las demandas del malestar
contemporáneo desde otras aristas. Ensanchar los puntos de fuga del discurso hegemónico, lo
que escapa de su control, es una apuesta política que busca darle lugar a los restos de lo
humano que siguen agitándose en lo social. El psicoanálisis, al trabajar con lo que la ciencia
desecha como objeto de estudio, el inconsciente, se centra en lo anímico, en lo singular de la
constitución psíquica, lo cual delinea una postura ética frente al sufrimiento del otro.
De tal manera que el encargo del psicoanálisis ante el malestar subjetivo de la época es
doble: en la clínica tiene la encomienda de acoger, a través de la distancia y el respeto de la
escucha, aquellos decires que buscan bordear lo insoportable de una historia de vida, de forma
que el sujeto pueda ir transformando, paulatinamente, el grito salvaje del síntoma en otra forma
de hablar/se. En el campo de la investigación, el psicoanálisis no debe rehuir a los retos actuales
que ponen en tela de juicio su vigencia, por el contrario, debe responder a ellos también a través
de las reflexiones teóricas que se desprenden de su quehacer clínico.
Así pues, la psicología de lo inconsciente se erige como un saber abierto que se está
renovando constantemente en función de lo que acontece en cada encuentro clínico. Sus
movimientos internos responden a las coordenadas que orientan el tejido de la subjetividad, el
cual es diferente en cada época. Ingenuo sería pensar que el método que nació de la escucha
de Freud sigue siendo vigente al pie de la letra. Por el contrario, sus constantes reactualizaciones
permiten prestar escucha a cuadros clínicos de difícil tratamiento que muchas veces, para el
campo de lo psi, suelen ser abordados únicamente a partir de una observación descriptiva que
se cristaliza en la redacción de cuadros nosológicos. Así como el psicoanálisis hay otras formas
discursivas que, desde sus trincheras, interpelan el orden establecido y apuestan por un
abordaje distinto a los malestares que atraviesan la vida. Esto mantiene un debate vivo que
apuesta por lo humano.
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