UARICHA

Del cenar conversando y convivir bebiendo: un análisis de siete frases comunes sobre la cena como evento social

On dinning while talking and bonding while drinking: an analysis of seven common phrases about dinner as a social event

Miguel Angel Sahagún Padilla 1 ORCID: 0000-0002-8836-1358

1 Universidad Autónoma de Aguascalientes (UAA)

Resumen

Este ensayo incluye una descripción reflexiva y pormenorizada en torno a siete frases recurrentes, verdaderos lugares comunes en esa actividad de ocio y convivencia que consiste en invitar amigos a cenar a casa. Las frases, abordadas como nodos de una red de relaciones materiales simbólicas son descritas a partir de sus nexos con otros elementos de la red, detallando así, de forma simultánea, las prácticas sociales en las que las frases encuentran su sentido. El resultado nos permite dibujar una actividad social tan cotidiana como recurrente poniendo en relieve tanto su complejidad como sus condiciones de posibilidad e implicaciones. Dicho de otro modo, se presentan las características del mundo social en el que las frases consideradas no sólo tienen sentido sino que llegan a ser necesarias. La reflexión está orientada por una visión relacional, material simbólica de la vida social.

Palabras clave: ocio, comer, materialidad simbólica, prácticas sociales, lugares comunes.

Recibido: 11 de octubre de 2020 / Aceptado: 1 de abril de 2021

Correspondencia: Depto. de Psicología, Universidad Autónoma de Aguascalientes, Av. Universidad 940, Edificio 212, Ciudad Universitaria. CP 20131, Aguascalientes, Ags., México. Email: miguel.sahagun@edu.uaa.mx

ISSN 2007-7343

Facultad de Psicología

Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo

Copyright © 2021 UARICHA

UARICHA 2021, Vol. 18, 11-22

Abstract

This essay includes a reflexive detailed description of seven recurring phrases that are uttered when dining with friends at home.
These sentences are approached as nodes of a network of symbolic material relations and described in terms of their links with other elements of the network, whilst simultaneously detailing the social practices in which the sentences find their meaning.
The results allow us to outline a social activity that is as ordinary as it is recurrent, highlighting both its complexity , its conditions of possibility and implications. In other words, the characteristics of the social world in which the sentences considered take place are presented and are shown to not only make sense but become necessary. The reflection is guided by a relational, symbolic materialistic vision of social life.

Keywords: leisure, eating, symbolic materiality, social practices, common places.

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Imagino que el título de esta exploración ensayística en torno al comer como evento social suena algo extraño1. Quizá tiene demasiados verbos —cenar, beber, conversar, convivir—, pero es que comer y beber son actos sociales y, como tales, son actos complejos una vez que les prestamos atención. La capacidad para extrañarme ante el aparente carácter obvio de una actividad común ha sido crucial para conducir un ejercicio de reflexión cuyos resultados comparto aquí. Me confieso entusiasta observador de los intringulis de la vida social, especialmente cuando la vía para aprehenderlos y comprenderlos pasa por prestar atención a la forma en que se desarrollan. Y dar cuenta de cómo se desarrollan nos exige centrarnos en las cosas que conforman su cotidianidad, mirarlas fijamente hasta que la familiaridad desde la que las experimentamos comienza a enrarecerse, hacernos preguntas a partir de eso que notamos desde la mirada ya enrarecida, extrañada, y ensayar respuestas desde las concreciones a las que hemos ido prestamos nuestra atención.

El universo de prácticas en torno al acto de comer es relevante en cualquier intento serio de comprender cómo organizamos la complejidad de la vida cotidiana desde sus funciones de sostén biológico hasta las cuestiones aparentemente más accesorias de etiqueta y disfrute. Parecería que la famosa jerarquía de necesidades de Maslow tendría ser puesta patas arriba considerando este carácter fundamental de la práctica de comer, pero el propio Maslow (1943) era consciente de ello. Si lo pensáramos estrictamente en términos de necesidades, o si ampliáramos la mirada a la cuestión de los juegos de sentido y sinsentido, el carácter fundamental de comer reside en su alcance organizador de la cotidianidad, en la forma en la que se introduce en lo que a veces entendemos como distintas esferas, planos o dimensiones de la existencia. Así, el asunto resulta notablemente complejo. La comida como nutrición, la comida como juego de la economía, la comida como forma de arte y como artesanía, la comida como evento o la comida como lucha son algunos de los ángulos desde los que podemos acercarnos a esa complejidad. Por consiguiente, necesitamos un marco o, quizá mejor, una mirilla, para atender esa complejidad del comer como práctica social sin que su complejidad nos desborde.

Para atender esta complejidad propongo pensarla: (a) desde el carácter indisoluble de socialidades y materialidades (Law y Mol, 1995); (b) desde un monismo que no necesita mostrarse libre de contradicciones (Jornet y Roth, 2016); (c) desde la noción de símbolos como significantes que atraviesan todo aquello con lo que operamos, en un secuestro que nunca es completo (Pavón, 2010); y (d) desde la idea de cosas grandes y pequeñas que empujan y raspan nuestra relación con el símbolo que las conforma y que las hace conocibles (Pavón, 2014). Hay que colocar esta práctica en un mundo de movimientos y relaciones, un mundo en el cual las cosas son lo que son porque están siéndolo —el movimiento— y porque lo son sólo debido a sus múltiples vínculos, evidentes o no, con otras muchas cosas —las relaciones—.

Se trata de mirar eso que hacemos las personas en el mundo —eso que buscamos entender desde las ciencias sociales— en términos de materialidades simbólicas, relacionadas, en movimiento. Unas ‘cosas’ del mundo cuya aparente solidez o durabilidad descansa en un devenir incesante, en una serie de vínculos que dan o quitan propiedades, posibilidades, contornos y texturas.

Lo anterior nos lleva a la inexcusable necesidad de hablar de subjetividades y experiencias desde lo inmediato, desde aquello que me permite verme aquí escribiendo o leyendo, este ahora con múltiples iteraciones del que queda apenas la palabra. Subjetividades y experiencias serían además atributos o propiedades que asumimos en el otro justo para que eso que llamamos relación social tenga entidad.


1 La primera versión de este trabajo se presentó en las Jornadas ‘Del comer, del cuerpo, y su relación’, realizadas en la Universidad Cuauhtémoc de Aguascalientes el 21 de junio de 2019.

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Hago estas breves acotaciones, siempre a modo de mirilla, para desmarcar este ensayo de: (1) las llamadas ‘aproximaciones macro’ en las que lo cotidiano es despreciado por considerar que apunta a aspectos meramente idiosincráticos e irrelevantes; (2) los modos esencialistas —simplistas— del pensamiento, y (3) ese fetichismo de unos supuestos hechos que pretendidamente hablan por sí mismos, limpios, ordenados, puros, y que con tanto éxito se disfrazan de ciencia.

Las cenas con amigos

Había dicho antes que me interesaba la complejidad del comer, desde la mirada extrañada a su cotidianidad. Llegando por fin a la forma particular de este interés, he querido acercarme al mundo de las cenas de hogar con invitados. Hablo de esa práctica que en su forma emblemática sería típicamente adulta y que consiste en invitar a gente estimada a casa, beber algo con ellos, conversar, conversar mucho, con mayor o menor tino, y disfrutar en alguna medida de unos platillos específicamente pensados y preparados para la ocasión. Eso que en los países de habla inglesa se llama dinner party. Esta es la pregunta respecto a la cual quiero ensayar algunas observaciones y reflexiones: ¿cuáles relaciones móviles del mundo contemporáneo posibilitan y hacen inteligibles ciertas formas de convivir alrededor de la comida y la bebida?

Habrá que contrastar esta aproximación a las cenas—dinner parties como informadoras del mundo—con otras que las conciben como escenario propicio para estudiar algún tipo específico de fenómeno. Wieland (1995), por ejemplo, analiza los intercambios de cumplidos en cenas hogareñas entre francoparlantes de origen francés y estadounidense. Lo que pretendo con estas líneas iría en otra dirección: la de las dinner parties como analizador social.

Dado que he elegido las cenas con invitados en el hogar, he de quedarme con algún elemento propio de la cotidianidad de ese tipo de evento social con el cual pueda operar para responder la pregunta. Es a partir de ese elemento que comenzaría a trazar las relaciones, al menos algunas de ellas. Busqué un elemento que no agotara las peculiaridades de la práctica, que se relacionara directamente con esas peculiaridades y que, lejos de toda duda, se revelara desde el primer momento como perteneciente al evento y pertinente para comprender al menos algunos de sus aspectos. Para responder a esta exigencia he optado por trabajar con siete frases que podrían presentarse como lugares comunes, enunciados habituales en el tipo de cena que me ocupa.

Hay algo de arbitrario en elegir siete frases. Podrían ser seis u ocho, pero definitivamente quince serían demasiadas, considerando la extensión que requeriría su abordaje, y dos serían muy pocas si nos interesa incluir un mínimo de diversidad. En cualquier caso, será cosa a juzgar por el lector si en su conjunto, una vez abordadas, las siete frases logran ofrecer un panorama amplio y rico de la cuestión.

Abordo cada una de las siete frases como nodo en una red de relaciones. Así, parto de cada nodo para ir describiendo algunas de las relaciones que lo caracterizan con la esperanza de que aporte algo a la construcción de una eventual respuesta a la pregunta por las formas del mundo contemporáneo en las que las dinner parties tienen sentido. Presento las conexiones de forma vertiginosa, quizá en aras de enfatizar más la forma de mirar—la operación con la mirilla—y menos lo que finalmente he logrado capturar, aunque también sea importante.

Siete frases recurrentes

Vamos ahora con los enunciados. Comienzo con una frase que aparece después de una invitación a cenar y que implica tanto haberla aceptado como colaborar en el convite.

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Llevo el vino

Pero ¿por qué el vino?, ¿por qué casi nadie dice ‘llevo el osobuco’? La versatilidad del vino es una de las claves. El vino podría combinar con muchas cosas. En algún momento de mi vida, ya mayor, me enteré de que esto debía ser llamado ‘maridaje’. Además —cosa nada despreciable— el vino no amenaza de entrada el protagonismo del anfitrión, cuyas dotes culinarias habría que constatar. Y el vino será el contrapunto, como en una conversación comida-bebida, que puede ser más o menos interesante, más o menos agradable.

Saber qué vino llevar y tener acceso a él —capitales económico y cultural— es también una forma de mostrarse competente, de merecer la invitación. Desde una posición recogida en la frase ‘sé que no lo sé pero quiero saberlo’, llevar el vino es una especie de acto de valentía. He llegado a escuchar cosas como ‘usted tiene buena mano con el vino’ y he pensado enseguida ‘pero si sólo ha ido a una tienda y ha comprado uno de etiqueta bonita’. El caso es que uno se la juega al decir ‘llevo el vino’.

Este compromiso, esta forma de jugársela llevando el vino, no me era familiar de niño. Las cenas de amigos en las que participaban mis padres eran otra cosa: refractarios y cazuelas con muchos guisados, refrescos —el innombrable refresco de cola entre ellos— y algún brandy o tequila. Supongo que la escena de invitados cruzando la puerta y entregando a los anfitriones la botella de vino —tinto, siempre lo pienso tinto— me la topé primero en películas2.1

Por supuesto, la llamada ‘cultura del vino’ (Segarra, 2004) tuvo que acercarse a nosotros de modo que su apariencia de práctica sofisticada nos invitara a imaginar que ganábamos algo al integrarla, algo de clase quizá. Sea como cosa importada o como producto nacional, la industria ha crecido. La oferta se multiplica. El vino y el capitalismo se llevan bien. Costco y Sam’s ofrecen una gran variedad de vinos. Además, hay tiendas especializadas en la proximidad o en Internet. Y saber de denominaciones de origen y buenas cosechas pareciera ser algo valioso.

La del vino es una presencia desbordada. Y se ha desbordado tanto que me autoriza a levantar la ceja y ser un poco pedante cuando llevo una botella a casa de un amigo y me entero con horror de que no tiene sacacorchos. Decir ‘llevo el vino’ debería entonces ser una advertencia. Hoy, aquí, en esta franja titubeante que llamamos clase media, toda casa decente debería tener su sacacorchos, aunque sea el que parece un señor robot que sube y baja brazos y cabeza alternativamente.

Beber vino es un acto de adultos. Lo compran los adultos y, una vez que lo beben, encuentran un camino para des-sintonizar un poco ese estatus de adulto que a veces cuesta tanto mantener. La desinhibición entra en juego. Otra vez un riesgo a asumir. Poca desinhibición puede resultar aburrida —y una dinner party aburrida termina por ser dinner a secas, sin party— pero pasarse sería un verdadero problema, como bien saben los amigos de los ‘malacopas’.

La siguiente frase adopta un lugar especial en las cenas con amigos en casa; es una especie de señal de arranque, especialmente considerando el claro predominio de unas formas laicas que excluyen bendiciones de alimentos:


12 Además de mis propias experiencias, que en realidad se limitan a unas pocas escenas férreamente situadas en mi memoria, hay dos referentes de ficción que son muy importantes en este ejercicio, no tanto por la especificidad de la historia que cuentan, sino porque para contarla necesitan una cena en casa. La situación de uno con respecto a otro es dispar. En primer lugar está un episodio, ‘Dinner Party’, emitido en 2008, de la versión estadounidense de The Office. En segundo lugar, está la versión española de la película Perfectos desconocidos, de 2017, dirigida por Álex de la Iglesia. No es que haya existido de mi parte ningún intento deliberado de atender como fuente o dato a analizar a estas dos producciones. Ha sido durante el ejercicio reflexivo que me he visto recordándolas con relación en alguno de los puntos tratados.

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Buen provecho

Diría que esta frase la tengo presente desde la infancia. Se dice en muchos lugares y por tanto no es propia o exclusiva de la hogareña cena con amigos. Incluso puedo pensar en cenas en las que no se pronuncia. Si quiero imaginar una situación en la que se use la frase, lo primero que se me ocurre es escucharla en boca de un padre de familia, mientras la familia completa sale de un restaurante. El padre la dice dirigiéndose al padre de otra familia que aún está comiendo. Algo así como un icono del orden social, edición clase media. Es algo que hacemos, algo que esperamos.

Decir ‘buen provecho’ sería una costumbre heredada de árabes a españoles (Ford, 2008) que, según dicen algunos, invita a espetar eructos, pero que en nuestra cotidianidad funciona del mismo modo que el saludo, que la pregunta ‘¿Cómo estás?’, formalismo hecho hábito para el que nadie espera otra respuesta que no sea ‘Bien, ¿y tú?’. Nótese que no se dice ‘que te sepa rico’, ‘que tu experiencia gustativa sea maravillosa’ o ‘que disfruten su cena’. Se dice ‘buen provecho’. Más allá del formalismo, están el deseo y el recuerdo de un cuerpo en relación con lo que se ingiere. El deseo es de utilidad, de beneficio, hay que ‘aprovechar’ la comida, convertirla en algo bueno. El recuerdo de un cuerpo es el de la tripa con carne y hueso que operará el provecho. Todo esto nos recuerda que ese acto social de comer es de una animalidad domesticada, igual que nos recuerda que algunas veces comer trae consecuencias desagradables. Al decir ‘buen provecho’ no puede obviarse que ahí hay un cuerpo, una animalidad vestida que se reconoce a sí misma. En una suerte de cortesía vuelta automatismo, decir ‘buen provecho’ exorciza los fantasmas de otros tiempos —la historia dura— y de otros lugares —algunos cada vez más próximos— en que comer era jugársela.

Paso a la tercera frase. Esta frase es, como le gusta decir a algunos, vernácula en alguna medida.

¿Pica mucho?

‘¿Pica mucho?’ es una pregunta difícil. Porque el picante es un camino que puede comunicar el placer con el dolor3.1Porque hace que la experiencia gustativa brille, un brillo que puede ser tan intenso que queme. Anticipar la posibilidad de cruzar esta línea es el tema de esta pregunta, tanto más relevante cuanto más ajeno se es al contexto local.

Pero el picante está muy lejos de ser cosa exclusivamente mexicana (Farga, 1980). Así, la pregunta puede valer para una de esas cenas en las que el menú es chino o indio, por poner sólo un par de ejemplos. La contraparte está en comer picante como algo exótico, cosa a la que quienes crecimos socializados en el picante no podemos tener acceso, nos guste o no. En todo caso, la pregunta por el picante nos recuerda que hay otros que nos definen como occidentales sólo hasta cierto punto. Y también nos recuerda que además de una Historia hay muchas historias, que muchos gustos son cultivados, adquiridos; que lo que para unos se recoge en la frase ‘no pica nada’ para otros remite a un pequeño infierno.

En el plano de la performance de género, el picante es simpático ya que funciona como otra de esas áreas en las que se puede probar la propia hombría (Anderson, 2016; Spence, 2018), ejercicio tan ridículo como atractivo para unas subjetividades que necesitan medirse a cada rato, que necesitan renovar su certificado de hombría a la menor provocación.

En todo caso, lo de los picantes, como lo de la conversación, es un asunto de saber no pasarse. Porque el picante, además, nos puede llegar a recordar de forma descarnada que, desde el punto

de vista de lo que ingerimos, somos un trayecto, un tubo con entrada y con salida.


13 Agradezco a Jassiel Jiménez haberme recordado otra frase típica de quien señala un picor excesivo en la comida: ‘el cocinero estaba enojado’. De ahí al ‘salí enchilado’, para referirse al enojo, no hay mucha distancia.

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La próxima frase también guarda relación con el problema de tener demasiado pero, en este caso, también demasiado poco.

¿Me pasas la sal?

Con la plena conciencia de que se trata de un mineral que puede usarse como medio para suicidarse y que se exhibe como uno de los enemigos de la salud, tenemos claro que no hay cocina sin sal, salvo en casos como el de personas con insuficiencia renal o hipertensión, de las que se espera que modifiquen radicalmente su forma de consumir alimentos. En un giro discriminatorio, uno diría que personas así no van a cenas con amigos.

Este mineral de historia larga (Multhouf, 1978) es una joya de la cocina, verdadero polvo mágico que intensifica y realza. Pero la frase que lo refiere lo presenta en forma de pregunta. Una pregunta que además de petición afirma algo: ‘esto aún no sabe suficientemente bien’ o ‘está soso’. Un comentario en toda regla sobre el desempeño del cocinero, así como el recordatorio de que ahí pueden estar pasando muchas cosas: una de ellas es que se está evaluando la labor del anfitrión.

Por otra parte, pedir la sal puede ser una invitación a cuestionar la forma en la que se consume. Esto es debido al telón de fondo sanitario que la palabra ‘sal’ puede evocar (Resnik, 2001). Pedir la sal puede encaminar a los convidados a colocar la cuestión del carácter nocivo del consumo excesivo de sal como tema de conversación. En estas circunstancias, es muy fácil que de la sal se pase a hablar del consumo excesivo de alcohol, de las grasas buenas y malas, del tabaco y del sedentarismo. No tengo claro que eso sea algo que deseen quienes participan en una cena con amigos, al menos en principio, pero quizá el horizonte que se habita en un mundo lleno de advertencias y preocupaciones sobre la salud acaba irrumpiendo incluso allí donde no querría dársele la bienvenida.

La sal ya no es la del salario, pero a veces se experimenta un cierto placer anticipatorio al adquirir un hermoso frasco de sal del Himalaya, menos gruesa que la sal de grano y con tonos rosáceos, aunque esto ocurra bajo la mirada escéptica de algún cónyuge, amigo o amiga que está convencido de que estamos tirando el dinero. Porque la sal es común.

Estas apreciaciones tan de moda contrastan con la historia de la sal, historia que en buena medida es la historia del proceso civilizatorio. Poner sal nos puede conducir a la hipertensión o puede acusar la insuficiencia renal en la medida en que crecemos aprendiendo a comer con ella. Hablamos pues de condiciones propias del vivir en la cultura y ecos vivientes de grandes civilizaciones del pasado.

La siguiente frase, que a fuerza de repetirse pareciera ignorar los alcances de su sentido, amerita, aunque sea a vuelo de pájaro, una lectura feminista.

Ya te puedes casar

La frase aprobatoria es también un recuerdo del lugar que ocupa quien cocina, sea hombre o mujer, cocinero o cocinera. Cocinar es una labor reproductiva (Martínez, 2018). Una vez dominada esta labor, se está habilitada —así, usualmente en femenino— para la vida de pareja, que en esta versión no es sino la antesala de la vida de familia. La comida, centro de una velada dedicada al disfrute, se anuncia también como obligación a la que ya se puede hacer frente. Cocinar es cocinar para otros, cocinar es cuidar. Aunque a veces, sólo a veces, ese otro sea el propio cuerpo que a uno se le había olvidado que estaba ahí.

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La frase parecería tremendamente mexicana, pero no lo es. Aparece en otras lenguas, en otras latitudes, incluso en esos concursos de cocina de la llamada reality TV (Magaldi, 2016). La cena con amigos en casa sería—además de otras cosas—un escaparate para decirle al mundo que ya se está lista para la siguiente fase, aunque esa fase haya ocurrido mucho tiempo antes. El otro, el convidado, es también un juez. Al usar este lugar común para señalar su apreciación por la comida que degusta pronuncia además un veredicto.

Y ante los halagos, la siguiente frase recoge una de las posibles respuestas del cocinero.

Se vale repetir

‘Se vale repetir’ es un mantra de la abundancia, confirmación inequívoca de que lo que está en juego en la cena es algo más que la ingesta para sobrevivir. Como con la sal y el vino, es una invitación a excederse, a confirmar el carácter de excepcionalidad del evento. Otra vuelta de tuerca a unos sentidos que ya de por sí tendrían que haber sido sobreexcitados por lo consumido en la primera vuelta. Esta frase es una invitación que recuerda que lo menos animal no necesariamente es lo más racional.

Desde esos sentidos sobreexcitados, los cuerpos pueden decidir mostrarse dueños de sí al declinar la invitación, marcándose algún tanto en términos de capital simbólico o perdiéndolo según las expectativas y reglas en juego. La autorregulación —una forma técnica aunque bastante equívoca de hablar de un sistema que combina renunciar, postergar y hacer de inmediato, según la posición de la actividad en un modelo axiológico llamado ‘estilo de vida saludable’— está de moda y las cenas con amigos, sobre todo cuando ya se lucen unos kilos de menos, es toda una oportunidad de confirmar que uno sabe autorregularse (Sublette y Martin, 2013). De ahí a conquistar el mundo. O no. Hedonismo desbordado, autodesregulado. Y cuerpos sorprendidos de verse aceptando, de sentirse las bocas pronunciado un ‘sí, por favor’ o un ‘un poquito solamente’, justo cuando pensaban que dirían ‘no gracias’.

Se vale repetir es llevar al paroxismo el milagro de la multiplicación de panes y peces. Y es recordar la experiencia de ser alimentado por ciertas abuelas o madres, no necesariamente las propias, que guardaban un dudoso parecido con cierta bruja de cierto cuento en el que un par de niños extraviados en el bosque se topaban con una casa hecha de dulce. Seguir con el disfrute de comer hasta que el propio disfrute gire y se nos muestre como incomodidad incipiente, como anticipo de dolor.

La última frase sobre la que he reflexionado, siete de siete, no podría ser otra.

La última y nos vamos

Como en el caso de la anterior, es forma vernácula donde las haya, ‘La última y nos vamos’ forma parte de las llamadas ‘tres mentiras del mexicano’ que por supuesto no detallaré en estas líneas, primero, porque no hace falta y, segundo, porque resultaría de un franco mal gusto. Se trata además de un enunciado que con frecuencia es elegido como nombre de bares y cantinas; un verdadero atributo institucional.

Me es imposible no pensar en la frase ‘la última y nos vamos’ como una especie de snooze, el botoncito que oprimimos cuando el despertador suena, de modo que pare de sonar y nos regale otros cinco, diez o quince minutos. Pero en este caso, el snooze no es para regalarnos unos minutos más de sueño, sino unas horas más de fiesta. Fórmula mágica que choca con la determinación de marcharse, que diluye esa determinación salvo que a uno no le importe mostrarse descortés a ojos del otro que incita.

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Es complicado pensar en la frase fuera del terreno de los excesos. Se trata de una promesa sencilla, aparentemente fácil. Se trata además de la confesión de la necesidad de un otro de seguir bebiendo con nosotros. ¿Realmente queremos beber o bebemos más porque así lo quieren otros? Pareciera que sin el invitado a esa última copa el que invita se pierde de algo. O quizá es que, al beber solo, el bebedor gana algo, pero eso que se gana es suficientemente perturbador como para querer evitarlo.

Necesariamente, la frase certifica la continuación del alcohol una vez que la fase de consumo de alimentos se ha cerrado. Como si la conversación requiriera de un continuo reabastecimiento de bebida para poder funcionar, como si la bebida fuese el combustible de la conversación. Y quizá sí lo sea, con esa cuerda floja que es la desinhibición y de la que ya he dicho algunas cosas. Y una pregunta más que razonable; ¿hasta cuándo habría que prolongar lo que supuestamente era una cena?, ¿hasta que la propia noción de que es una cena se desmorone, transformándose en algo más?

Pensando en la red de relaciones

Una vez realizado este breve recorrido por la selección de frases y sus conexiones múltiples, sería oportuno volver sobre lo recorrido, a modo de discusión, conforme a la idea de doble objetivación (Bourdieu, 1972/2012), para discutir tanto el proceso como el producto y colocarlos en un contexto más amplio. Para ello, quisiera referirme primero a la cuestión de la universalidad, particularidad o singularidad de lo presentados. A continuación, me gustaría volver a la noción de materialidad simbólica, señalando la forma en que la he articulado en este ejercicio analítico-interpretativo —cuestión eminentemente metodológica, procedimental— y las premisas en términos de producción de conocimiento —epistemología— que la estarían informando. Posteriormente, quisiera dedicar unas líneas a la ausencia de un estado de la cuestión sobre el tema.

¿Se circunscribe lo expuesto en este trabajo a la cultura mexicana o rebasa sus fronteras? En realidad me parece que tendríamos que replantear la pregunta. Si la asumimos sin replantearla, estaríamos suponiendo varias cosas: (1) que los hallazgos de un trabajo que analiza ciertos elementos de una práctica social tendrían que ser unívocamente universales, particulares o singulares; (2) que las culturas de tales o cuales lugares serían bloques internamente homogéneos y externamente heterogéneos, que serían “claras y distintas” entre sí; (3) que las prácticas analizadas podrían ubicarse con precisión en alguno de estos bloques culturales y (4) que las prácticas al interior de un bloque serían homogéneas, muy similares entre sí. Me parece evidente que estos supuestos son difíciles de sostener, así que plantearé una aproximación alternativa, una que implica cuestionar la distinción —tan traída y llevada en la academia— entre saberes nomotéticos e ideográficos.

El objeto de análisis en este trabajo, las siete frases, responde a una elección que, como ya comenté antes, no puede sino reconocer un cierto grado de arbitrariedad: ¿por qué esas frases y no otras? Sin embargo, la elección de esas frases guarda relación con mi propia historia, que seguramente presenta elementos singulares, particulares y universales. Lo que me gustaría destacar es que las frases son claramente reconocibles por otros como propias de una cena entre amigos. Algunas irán más vinculadas a la posible versión mexicana o con anfitriones mexicanos de una cena entre amigos —“¿pica mucho?”— y otras se encontrarán menos ancladas a alguna forma vernácula —llevo el vino—. La posibilidad de reconocer las frases está marcada por las trayectorias individuales, los habitus de los que habla Bourdieu: las experiencias en el propio hogar, los contrastes entre los hábitos de la propia familia y los de vecinos y amigos, lo visto en cine y televisión, lo leído, los lugares visitados y las aficiones practicadas, por mencionar algunos elementos de esas trayectorias. Así como podemos pensar en los aspectos universales, particulares y singulares de las prác-

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ticas, podemos hacer lo mismo respecto a las trayectorias individuales: desde el punto de vista de un observador, las trayectorias presentarían combinaciones de elementos familiares y elementos extraños marcadas por las condiciones en que las personas han desarrollado sus vidas. Esto ayuda a comprender por qué la frase “llevo el vino” puede ser reconocida en un sentido semejante por individuos de distintas regiones que comparten ciertas condiciones en sus trayectorias individuales. Sin embargo, entre individuos de un mismo contexto que han crecido en condiciones muy distintas —la desigualdad— puede entenderse de formas igualmente distintas. Mencioné las tensiones que pueden surgir cuando se lleva vino a un hogar que no dispone de sacacorchos y podría añadir aquí la diferencia entre interpretar “vino” como ese fermentado específico de uva o “vino” como cualquier bebida alcohólica en general.

Considerando lo anterior, la pregunta por el carácter universal, particular o singular de lo analizado debería transformarse en la pregunta por el origen y desarrollo de la práctica —las cenas festivas en la intimidad—, los rasgos que las hacen reconocibles, sus variantes, su relación con determinadas condiciones de vida. Una aproximación de este tipo asume plenamente el lugar del observador, del que analiza e interpreta: no se ocupa un lugar privilegiado, fuera del contexto de aquello que se analiza e interpreta. Al contrario, se parte de la propia experiencia, de la propia trayectoria, y desde ahí se elabora un trabajo reflexivo, teóricamente orientado. Esta modalidad de trabajo es, epistemológicamente hablando, análoga al trabajo que se hace desde la auto-etnografía (Tilley-Lubbs & Benard, 2016) y las historias de vida (Pujadas, 2002). En este caso, sin embargo, el eje está las prácticas a interpretar: la propia historia es una condición y un marco para acceder a tales prácticas.

Otra característica que puede distinguir este ejercicio analítico-interpretativo de la auto-etnografía y las historias de vida es la movilización del concepto de materialidad simbólica. Como dice David Pavón, lo simbólico no es aquí tan sólo una forma de la materia informe en sí misma, sino la forma de una materia preformada o la escritura de una materia escrita. Esta materia, escrita o preformada por lo simbólico, es aquí la única materia que existe para el ser humano. Para este sujeto, lo material es lo simbólico. Lo simbólico se vuelve sinónimo de lo material (2012, p. 5).

Lo que en nuestra cotidianidad aparece como dado, como evidente, como independiente de nosotros o, para recurrir a una expresión clave, como objetivo, llega a adquirir ese estatus y a funcionar como tal gracias a que ya está “capturado”, por así decirlo, en las redes del lenguaje. Ya está teñido de significantes. Y esta “tintura” significante es propiedad del observador, que en este caso pasa a ser sujeto, un sujeto que, para serlo, necesariamente tiene una vertiente colectiva; es un sujeto social.

Al trabajar con las siete frases, que, como ya hemos dicho, recupero desde mi trayectoria vital—con sus universalidades, particularidades y singularidades—, lo que hago puede entenderse como desdoblar las relaciones entre significantes que cada frase conlleva o permite, asumiendo que “cualquier forma de la materia es una forma simbólica, pues nos remite siempre al valor simbólico de un significante” (Pavón, 2012, pp. 4 y 5). No es que lo que la sal, el picante o el vino pueden hacerle al cuerpo no sea “real”, sino que todo eso es algo de lo que podemos hablar; algo de lo que, de hecho, hablamos de ciertas maneras. Eso hablado y “hablable”, si se me permite la expresión, es lo que voy recuperando y anotando al centrarme en cada frase. Este desdoblamiento analítico-interpretativo es sistemático en el sentido de su relación con esta noción de materialidad simbólica y en tanto que se muestra atento a lo que emerge a partir de la contemplación, por así llamarla, de cada frase, de lo que cada frase evoca en relación con la situación que le sirve de mar-

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co. No existe un límite que pueda fijarse a priori en cuanto a lo que puede evocar cada frase. Además, habrá que asumir aquí que las particularidades y las singularidades de las trayectorias vitales entre observadores, analistas e intérpretes supondrían algunas diferencias en la realización del desdoblamiento.

Con respecto a un posible estado de la cuestión, la tarea excede los alcances de este trabajo por varios motivos. En primer lugar, no fue requerido para realizar el análisis interpretativo. En segundo lugar, las dinner parties no han sido objeto de mucha atención por parte de las ciencias sociales, salvo en algún caso que recupero en las conclusiones; en contraste, desde la producción literaria, teatral y cinematográfica podemos encontrar que se ha prestado bastante atención al tema. En tercer lugar, si considero el tipo de aproximación e interés en las cenas con amigos que caracterizan a este ejercicio y que remiten a la conformación de un objeto de estudio, no he sido capaz de encontrar estudios con acercamientos análogos.

Para concluir

A modo de cierre de esta reflexión larga, me gustaría referir el artículo de Mellor, Blake y Crane (2010), sobre las preocupaciones y experiencias de quienes participan en dinner parties o cenas en el hogar. Es un trabajo claramente orientado por el Bourdieu (1979/1988) de La distinción, ya que presenta a gente abocada a demostrar su buen gusto o, al menos, a disimular su falta del mismo. Preocupaciones y angustias de clase ancladas en lo que se come, la forma de comerlo y aquello que se dice al comer. El título del artículo, ‘When I'm Doing a Dinner Party I Don't Go for the Tesco Cheeses’, que en un español licencioso vendría a ser algo así como ‘Cuando hago una cena con amigos no voy por quesitos al Oxxo’, me resultó llamativo porque, entre otras cosas, hace algo semejante a lo que he intentado en estas líneas: re-conectar enunciados con una cotidianidad de actividades y cosas, una cotidianidad material simbólica, una cotidianidad con historia y con historias, que se desarrolla de forma diferenciada según lugares y personas.

Las conexiones establecidas a partir de las frases nos llevan a un mundo de consumismo, de intentos de ascenso social, de tener miedo de ‘enseñar el cobre’, y de excesos puestos en cuestión. ¿De qué otro modo puede entenderse que existan publicaciones destinadas a ayudarnos a generar buena conversación en una dinner party? (e.g. McDonald, 2014). Hay un estira y afloja entre lo que acerca y lo que aleja de la adicción y la compulsión, entre lo que lleva al silencio o a la verborrea. Y ahí encontramos la posibilidad, la obligación quizá, de algún balance. Como señala Cohen (2008), para Kant, las dinner parties son el bien ético-físico más elevado: la mejor forma de resolver el conflicto entre poderes morales y cuerpo físico, entre sensualidad e intelectualidad. Quién sabe qué pensaría Kant si nos mirara atentos al teléfono celular y no a platillos o comensales. Y quién sabe por qué no he incluido la frase ‘apaga tu celu’ entre las elegidas. Quizá porque, más que pronunciarla, nos limitamos a pensarla.

Las cenas festivas tienen sentido en un mundo en el que cooperar y competir no necesariamente se excluyen uno a otro. En el que la experiencia gustativa y la conversación a menudo se enredan en otras cuestiones. Es un mundo de pequeños ‘alocamientos posibles’ —que no rupturas— y de tanteos, una repetición entre cuyas grietas podría asomarse un hálito de intimidad, de encuentro.

La dureza de las formas me lleva a pensar en otros escenarios como contrapartida: el comedor para personas sin hogar, una cena okupa, juntarse a comer burritos en un jardín cercano al OXXO donde fueron adquiridos o, incluso, el fracaso de la dinner party —pleitos, platillos incomibles, confesiones inoportunas, ‘excederse con los excesos’, ausencias, aletargamientos— cuyo carácter inesperado puede llevar la convivencia a territorios nuevos. Quizá no sea necesario ir tan lejos.

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Quizá podríamos introducir elementos de esos otros escenarios. Quizá sería suficiente con explorar formas de estar con los otros desde la tensión entre el cuidado y el habla concernida, presente, vívidamente incómoda. Un espacio para volver a mirar la corporalidad, aunque sea a medias, para querer más o no querer, para cruzar o no la frontera borrosa y móvil entre placer y dolor. Pensar en las cenas con amigos en casa es una buena invitación a entender mejor eso que vamos siendo y eso que podríamos ser.

Conflictos de interés

El autor/es de este trabajo declaran que no existe conflicto de intereses

Financiamiento

El trabajo no tuvo financiamiento alguno.

Agradecimientos

Quiero agradecer a Marina Liliana González Torres, Fernando Jassiel Jiménez Martínez, Ma. de los Ángeles Vacio Muro, Jorge Alfonso Chávez Gallo, Lucero Mendoza Olguín, Mariana Villanueva Rosales y Juan Muñoz Justicia por tomarse la molestia de leer este trabajo en sus primeras versiones, señalarme sus deficiencias y hacerme recomendaciones para mejorarlo. También agradezco las sugerencias de los/as pares revisores/as de UARICHA, que me ayudaron a enmarcar mejor el trabajo realizado.

Referencias

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